10 de mayo de 2010

Olvidados

Hace más de un año que escribí de ella. La encontraba cada mañana sentada en los bancos de la zona de Triana, siempre con la mirada triste, aterida de frío, con la misma ropa y con la sombra lejana de una belleza que se habría ido marchitando a golpe de desgracias. Rara vez pedía algo, y no tenía pinta de estar metida en la droga o alcoholizada. Cuando escribí aquel artículo ni siquiera hablé de la zona de la ciudad en la que me la encontraba, pero todos los lectores la reconocieron de inmediato, quizá porque todos nos llegamos a ver reflejados en ella, olvidados de un día para otro, desorientados, perdidos, solos. Los días han ido pasando y en Triana han cerrado y han abierto negocios, han aparecido nuevos jubilados o parados, siguen caminando como si fueran inmortales los empresarios de pacotilla que se creen que se van a comer el mundo, y la mayoría seguimos pasando como buenamente podemos, unos días tocando el cielo y otros aliquebrados o estupefactos ante los pequeños desastres cotidianos. Transitamos como mismo lo hacía Domingo J. Navarro para escribir Los recuerdos de un noventón hace más de un siglo, y seguro que como también lo seguirán haciendo dentro de cien años los que caminen cuando nosotros ya no estemos.

Ella, sin embargo, ya no está hace muchos meses. No te das cuenta el primer o el segundo día de su desaparición. Hacen falta muchas mañanas a la carrera camino del trabajo para darte cuenta de que ya no está como una estatua melancólica en cualquiera de los bancos de Triana, siempre en la esquina, como si esperara que alguien se sentara con ella, o como si aún estuviera aguardando al amor de su vida. También desapareció el rubio al que le daba dos euros cada semana. Llegamos a ese acuerdo hace más de cinco años: el resto de los días hablábamos y nos saludábamos, pero no me pedía nada: se leía hasta las esquelas de todo lo que vamos escribiendo en los periódicos. Él sí estaba atrapado por ese abrazo mortal de las drogas: había salido varias veces, pero siempre recaía, y cuando lo hacía llegaba con hambre atrasada. También desapareció hace un par de semanas después de estar muchos años formando parte del paisanaje diario de la zona de Triana. No sé nada de ninguno de los dos. Ahora hay otros que ya estaban o que han ido llegando; pero la chica triste y el rubio con aire de Van Gogh no sabemos adónde habrán ido a parar. Uno quiere pensar que la vida regala muchas oportunidades y que ella estará luchando contra la locura y él tratando de sobrevivir sin la esclavitud diaria de una dosis que te arrastra por las calles hasta convertirte en un grotesco guiñapo. Supongo que siempre ha sido así, que hay unos que pasan y otros que se quedan, y que en medio de la calle o de la vida estamos todos sin saber adónde diablos iremos a parar mañana

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